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05 septiembre, 2011

En 10 Minutos...

Cuando el reloj de su muñeca marcaba las diez, se detuvo un instante para recuperar el aliento, conservaba el mismo ritmo firme de siempre, por lo que decidió descansar uno minutos.

Se quitó la boina, y arqueó su espalda hacia adelante, intentando recuperar la rectitud de sus años mozos, pero sus ya cansadas vértebras apenas le permitieron recuperar un par de centímetros.

Volteó para analizar el camino recorrido y una fría sensación se apoderó de su cuerpo.

“Son solo cinco cuadras”,  pensó, “estas viejo Orlando, estas viejo”.

Más desanimado que fatigado dio un par de pasos y se sentó sobre la gaveta del gas de una casa vecina. El brillo del sol de los primeros días de septiembre no fue suficiente para quitarle la oscura idea de estar muriendo.

A sus noventa y cuatro años de edad, había pasado el crudo invierno encerrado junto a la estufa a leña y el bracero, prometiéndose día y noche que, cuando pasaran los días fríos, volvería a recorrer a pie esas largas veredas que fueron suyas durante tantos años. Pero ahora el recuerdo de sus juventudes lejos de devolverle el entusiasmo, vaciaba de su cuerpo la energía y lo hundía aún más en el pesar de aquellos que saben que caminan sus últimos pasos.

Miró sus manos, que alguna vez blandieron banderas y carteles. Sus manos que se gastaron construyendo su primer hogar, y luego el hogar que dejaría para sus hijos. Esas mismas manos que sujetaban con fuerza, que eran su orgullo pues gracias a ellas, todo podía lograrlo.

Tan distinta era la imagen de su recuerdo, que aquel puñado de huesos curvados escondido bajo ese mar de arrugas, pecas y lunares, le pareció ajeno.  Ni siquiera reconoció su anillo de bodas que parecía perderse entre la blanda piel de sus dedos.

Las contempló fijamente, añorando su pasado, sintiendo que podría dejarse morir en ese preciso lugar. Pestañeo un par de veces y notó que detrás de esas viejas manos que contemplaba una imagen similar surgía del suelo.

Se puso de pié, avanzó unos metros y poso sus manos sobre el tronco de un viejo paraíso que custodiaba la acera esperando la primavera para poder cubrirlo todo con su sombra nuevamente.
“Debes tener tantos años como el” se dijo al notar como el árbol continuaba en su dibujo, las difusas líneas de su mano. “Y sin dudas tienes tantos pelos como el” repitió dejando escapar una sonrisa al notar las finas ramas sin hojas que posaban desnudas luego de aquél frío invierno.

Pasó su mano derecha lentamente sobre su despoblada cabellera, al mismo tiempo que alzaba su vista hacia la copa, como comparándose con el viejo árbol.

Entonces divisó un pequeño punto verde que asomaba de una de las ramas. Le prestó atención, forzando un poco la vista y pudo distinguir como el pequeño brote parecía luchar contra la dura corteza que lo cobijaba.

Por un instante sintió ganas de cortar la dura piel del árbol y ayudarlo a salir rápidamente, pero entonces divisó otro punto más a unos pocos centímetros de este, y luego otro y otro más.

Dio un paso hacia atrás y pudo ver como todo el árbol, al igual que los árboles vecinos, se encontraba repleto de minúsculos brotes verdes que se mostraban radiantes, a la espera del momento y  la temperatura adecuada para estallar y vestir de verde y de sombra toda la vereda.

Una profunda sonrisa se dibujó en su rostro. “Nada muere” pensó, “es solo un descanso para tener fuerzas para lo que viene”. Miró sus manos nuevamente.

“Debes dejarlas descansar, después de tanto, se lo merecen” susurro sin dejar de mirar sus manos.
Se acomodó la boina, hizo un gesto como saludando al viejo paraíso y siguió su camino observando los árboles, caminando muy lentamente.  Su reloj marcaba diez minutos pasadas las diez.

(No existe el fin, nada muere. Por lo tanto, el miedo a morir es solo una mala excusa para no disfrutar del momento que vivimos. Algunas veces nos lleva una vida comprenderlo, otras solo un par de minutos)

1 comentario:

  1. me encantoooo gordo, me encantaaaa como escribís!! te amo =)

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